Queridos hermanos, escribo esta carta fraterna desde Roma, después de tres meses de confinamiento en la comunidad escolapia de Santander (Provincia Betania), a la que desde aquí reitero mi agradecimiento por su acogida y por su paciencia. Estas semanas (o meses) están siendo para todos nosotros muy especiales y diferentes, y posiblemente sus consecuencias -que todavía no conocemos con claridad- nos seguirán afectando durante bastante tiempo. Probablemente las cosas serán diferentes después del COVID-19. Sin duda, estamos ante un nuevo momento., que nos desafía fuertemente. Por eso he querido titular esta carta con el lema que el Equipo General del Movimiento Calasanz ha propuesto para el nuevo curso: REINICIAR.
¿Qué hemos aprendido en estas semanas o meses de confinamiento obligatorio por razones de salud pública? Creo que a todos nos ayudaría atrevernos a responder a esta pregunta. Voy a intentarlo, dando nombre a algunas experiencias que he escuchado y leído en estos días. Y voy a tratar de hacerlo a pesar de que en muchos lugares de nuestro mundo seguimos confinados, seguimos sin poder llevar adelante nuestra vida normal y nuestra misión.
Normalmente, nuestra vida está siempre llena de actividad, de mucho trabajo, de un sinfín de cosas que nos llenan el día y que difícilmente nos permiten un cierto sosiego. Esto es muy frecuente en el mundo escolapio. Pero quizá estas semanas de confinamiento nos han ayudado a meditar, con cierta profundidad, sobre cómo vivimos, sobre qué es realmente lo esencial, dónde está el centro de nuestra vida y las razones de nuestra misión.
Quizá estos meses hemos podido profundizar un poco más en la experiencia central de la persona de fe, de la persona que tiene puesta su confianza en Dios, y que atraviesa toda la Sagrada Escritura. Es la experiencia del salmista, que proclama con certidumbre: “Deteneos y reconoced que yo soy Dios”. No me resisto a transcribir la primera y la última estrofa de este salmo 45 con el que oramos tantas veces en comunidad:
Dios es nuestro refugio y nuestra fuerza, poderoso defensor en el peligro. Por eso no tememos, aunque tiemble la tierra y los montes se desplomen en el mar / Deteneos, reconoced que yo soy Dios: más alto que los pueblos, más alto que la tierra. El Señor de los ejércitos está con nosotros, nuestro alcázar es el Dios de Jacob.
Quizá estas semanas hemos aprendido que podemos “detenernos”. Y ese “detenernos” nos ha ayudado a reconocer que hay un Dios, a hacernos más conscientes de dónde está el sentido de todo lo que hacemos, a comprender que sólo si vivimos en su presencia adquiere plenitud aquello a lo que nos dedicamos. Obviamente, tenemos que seguir trabajando y, si Dios lo permite, nuestra vida debe volver a estar cargada de actividad. ¿Pero hemos aprendido la lección de que de vez en cuando necesitamos detenernos y reconocer que Dios es Dios? Esto tiene muchas consecuencias, algunas de las cuales están contenidas en el salmo 45 del que estamos hablando.
Quiero compartir con todos vosotros algunas pequeñas reflexiones a raíz de todo lo que hemos vivido, de lo que estamos viviendo y de lo que estamos por vivir.
Dios es nuestro refugio, por eso no tenemos miedo. El miedo es libre. Y de vez en cuando viene bien. Recuerdo siempre a un buen hermano escolapio, ya fallecido (el P. Jaume Pallarolas), que siempre decía “Ánimo, valor y miedo”. Y acertaba cuando lo decía. Pero es verdad que el hombre y la mujer de fe, aunque tenga el miedo humano propio de quien se siente inseguro, tiene la plena confianza de que Dios es Padre y sabe lo que necesitamos. Por eso oramos diariamente diciendo “hágase tu voluntad”. Se puede combinar bien la experiencia humana de la inseguridad con la experiencia profundamente creyente de la confianza incondicional. Creo que todos lo hemos experimentado en estos meses. Esta es una primera invitación que nos tenemos que hacer unos a otros después de la pandemia: acrecentar y cuidar nuestra confianza en Dios, para que ésta sea siempre mayor que nuestras inseguridades.
El valor de la comunidad. Como os decía, yo he pasado el confinamiento en una comunidad diferente de la mía. Estos días he aprendido a valorar cada detalle de los hermanos, cada momento de oración compartida, de ayuda y cercanía, de escucha y diálogo, de confidencia y reflexión. Incluso he aprendido a echar de menos mi propia comunidad de Roma, a pesar de que puedo estar muy poco en ella. Ojalá podamos todos crecer en nuestra capacidad de vida comunitaria y en nuestro deseo de vivirla, que no consiste en “estar siempre en casa”, sino en “ser hermano y vivir en común”.
La pasión por la misión. Durante estos meses hemos seguido adelante, como hemos podido, con nuestra misión. Y lo seguimos haciendo. Escuelas funcionando online -donde era posible-, o por radio o whatsapp. Acompañamiento de los alumnos, de los educadores. Eucaristías y celebraciones de la fe compartidas a través de internet. Catequesis, espacios formativos, testimonios de vida, reuniones fraternas entre religiosos de diversos lugares, etc. En la mayor parte de nuestra Provincias los colegios han seguido adelante con su misión educativa, con un gran esfuerzo por parte de los profesores. Pero también es verdad que, en determinados lugares en los que los recursos no lo han permitido, los niños han perdido clases y no han podido continuar con su educación. Esta pandemia nos ha recordado con crudeza la convicción de Calasanz: el derecho a la educación, integral y de calidad, y para todos, sigue siendo un reto. Tenemos que afirmar con claridad que “a mayor pobreza, mejor respuesta y mayor calidad”. Este es el camino.
El sentimiento de Orden. Todos estábamos -y estamos- preocupados por todos. Hemos seguido con interés las informaciones procedentes desde cada Provincia; hemos orado por nuestros hermanos fallecidos por la enfermedad y por la curación de los enfermos; hemos mantenido diversas reuniones para compartir lo que estaba sucediendo en cada presencia escolapia; hemos conocido el aplazamiento de varias profesiones y ordenaciones (Pablo, Carlos Arturo, Geremia, Francesco, Harvin, Orlando, Sergio), y hemos compartido las que sí se han podido celebrar (Shanto, Karuna, Charan, Alex, Emil, Dawid, Aliaksandr y Przemysław), y aún estamos esperando poder confirmar otras muchas que están previstas estas próximas semanas; la Fraternidad Escolapia ha tenido que aplazar su asamblea general hasta una nueva fecha, etc. La Orden se construye día a día, y estos meses han sido también muy fructíferos en esta experiencia: somos una familia, y nos cuidamos como tal.
Abiertos a un nuevo horizonte. Muchas personas hablan de una “nueva normalidad”. Podemos llamarlo de muchos modos, pero lo que está claro es que muchas cosas van a cambiar. Y muchas deben hacerlo, y a mejor. Para nosotros, que creemos en la educación como motor de cambio, es importante discernir las claves desde las que deberemos irnos situando poco a poco en esta nueva situación. Cuando el Papa Francisco convocó a la sociedad en general a reconstruir el Pacto Educativo, dio en la clave de lo que ahora se nos plantea. Necesitamos construir una sociedad diferente, capaz de un desarrollo sostenible y edificada sobre valores más humanos. Y esto será posible si avanzamos hacia una Educación en todo lo que significa la “ciudadanía global”, una educación en la paz, la solidaridad, la ecología y el derecho a la educación. Estos son los pilares propuestos para este Pacto Educativo Global. Y nosotros, como hijos de Calasanz, lo haremos desde las claves de la fe en Jesús y los valores del Evangelio, que son los que más certeramente nos hacen hermanos, porque nos configuran como hijos de Dios.
Hay que seguir luchando por el proyecto escolapio, por su libre desarrollo y por toda su capacidad de transformación social. Nunca ha sido fácil, y percibimos signos y señales de que las dificultades van a crecer. Pero somos portadores de un proyecto en el que creemos profundamente, y seguiremos adelante, buscando y encontrando caminos, convocando a cuantos se sientan identificados con él a seguir adelante. Sin duda, de la experiencia de esta pandemia hemos de salir con renovado compromiso por las claves fundamentales de la identidad de nuestra misión.
La preciosa experiencia de la pequeñez. Esta pequeña partícula, que ni siquiera tiene vida propia, ha provocado en nosotros una nueva conciencia de algo que teníamos muy olvidado: somos muy pequeños, y nuestra vida tiene un límite. El hombre y la mujer del siglo XXI, que se siente tan capaz de casi todos los logros y avances, ha descubierto de repente que eso no es verdad, que somos muy pequeños y pobres. Cuando todo esto pase, y deseando y trabajando para que pase cuanto antes, hemos de saber cuidar esta verdad que quizá hemos redescubierto: somos pequeños. Ojalá sepamos vivirla acrecentando nuestra confianza en el único que puede dar plenitud, y ojalá sepamos educar a nuestros niños y a nuestros jóvenes en una vida menos llena de nosotros mismos y más llena de amor. Es el camino.
La necesidad de un cambio de vida y de hacer crecer nuestra solidaridad. Vivimos en una sociedad que va a pasar por una fuerte crisis. Crisis de esperanza, crisis de trabajo, crisis económica, en definitiva, una crisis que debe ser vivida por nosotros con paz, con certezas y con compromisos. No podemos vivir y trabajar como si nada hubiera pasado. Tenemos que plantearnos qué nuevas respuestas de vida y de misión escolapias tenemos que dar, qué nuevas opciones y compromisos por los más pobres, qué nuevas decisiones sobre nuestras prioridades de vida y de misión, qué nuevas respuestas de educación en la fe y de testimonio del amor de Cristo podemos y debemos encarnar. Tal vez nuestro próximo Capítulo General sea una buena oportunidad para discernir sobre ello.
El sentimiento de humanidad, que sufre por tantos otros virus. Pasado el COVID-19, si pasa, hay que renovar nuestra mirada sobre la humanidad para descubrir otros virus que afectan a la humanidad. Los “virus” que percibió Calasanz (la pobreza, la ignorancia, las malas costumbres, la falta de horizontes, la ausencia de educación, etc.) siguen presentes, y adquieren nuevas formas, nuevas mutaciones. Debemos saber dar nombre a otros virus que padecemos y que padecen nuestros jóvenes: la superficialidad de la fe, la necesidad de escucha y acompañamiento, el afán de poseer, el cortoplacismo de vida, la aceptación sin lucha de valores que destruyen la vida de los más pequeños, el “todo vale” si la mayoría piensa así, la autosuficiencia, el conformismo, la escasa conciencia ecológica, el clericalismo… La lista sería muy larga, pero la conciencia de que el mejor anticuerpo para estos virus es la educación calasancia no sólo no la podemos perder, sino que la debemos acrecentar.
Por eso, quiero germinar esta carta recordando que hay cosas que nunca cambiarán en las Escuelas Pías, por muy nuevo y desconocido que sea el contexto en el que estamos empezando a caminar, porque no hay virus que pueda con ellas. Estoy hablando de la pasión por la misión, de la cercanía a los alumnos, del anuncio del Evangelio, de la apuesta por la calidad en todo lo que hacemos, del Movimiento Calasanz, de la Misión Compartida, del crecimiento en identidad, etc. Creemos en una educación sostenida por una relación educativa que no se conforma con ser virtual, sino auténtica. Para seguir adelante, es momento de renovar nuestra convicción y nuestra apuesta por lo que define nuestra propuesta educativa, y ayudarnos unos a otros a vivir de manera que nuestro testimonio refleje, aunque de modo siempre pobre y débil, a Aquél que es la respuesta a todas las preguntas.
Recibid un abrazo fraterno.
Pedro Aguado Sch. P.
Padre General